Crónica acerca de la vivencia del estudiante de frontera colombo-venezolano en su trayecto a su casa de estudios
García Bermúdez, German*
Mayo 2016
Mayo 2016
Estudiantes colombo-venezolanos, no delincuentes
Desde el cierre definitivo de la frontera colombo venezolana impuesto por el presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, la rutina se ha convertido en un cambio drástico en la vida diaria de la población fronteriza. Con el cielo en oscuridad absoluta, la mayoría de estudiantes de frontera comienzan su día a partir de las cuatro de la mañana. Muchos con sus almuerzos preparados el día anterior, lo que corresponde a un peso más en sus espaldas, pero uno menos a sus bolsillos.

La fría madrugada va aclarando su cielo
poco a poco y es el aviso de conceder el paso a este tumulto de gente, mientras
los demás casos como trabajadores, viajeros y citas médicas, deben aguardar
hasta que no quede ningún estudiante en fila. Todos se dirigen hacia la primera
“alcabala” como la llama Welsen Rivero, un muchacho venezolano de 24 años,
cursante de sexto semestre de arquitectura en la Universidad de Pamplona sede
Villa del Rosario. Es allí el lugar en el que supervisan la cédula y carnet de
cada joven, y además, piden el número que le ha sido asignado desde el comienzo
del semestre. Para su chequeo Welsen cuenta que:
Quien no salga en lista, no se le permite
el paso fronterizo, cada estudiante tiene un número para identificarse, el cual
queda marcado como al ganado, o aún peor, así como los nazi marcaban a los
judíos en el holocausto. A mí me corresponde el número 452 y siempre debo decirlo
al momento de pasar por la ‘alcabala’, a ellos no les importa ningún otro dato
más.
Luego de ser revisados individualmente en
aquella carpeta con millones de hojas y asegurar su respectivo lugar, se
dirigen todos ordenados y pacientes en una hilera extensa que se mueve
despacio, como reclusos hacia sus celdas. Con mente resignada, sigue la rutina
lentamente a la siguiente parte del recorrido, la requisa obligatoria. La orden
es dada por algún guardia robusto de traje verde desgastado, que parece ganar
parte de su energía al complicar el trayecto de otros, inspeccionando
desesperadamente los morrales y carteras. En el caso de los morrales, enemigos
de estos por su contenido, deben ser pasados por la correa de la gigantesca máquina
de rayos x, lo que para muchos es ridículo, pero que para ellos es satisfactorio.
Disfrutan crear un mundo en donde libretas y lápices son base de narcotráfico,
contrabando o delincuencia, con un sentido de control que atropella la mente de
los más pequeños.
Después de perder entre quince y veinte
minutos, llega el momento de la contabilización de todos los estudiantes para
una especie de registro inútil, encargado esta vez por una sargento de baja
estatura con piel tostada por el sol, de cabello corto, mal arreglado, un poco
grasiento, con uñas largas que se entierran en el listado al tiempo que marca
la salida de cada ciudadano. Su expresión en la cara es odiosa y malgeniada,
con ojos punzantes que señalan desprecio. Esta mujer realiza una pequeña línea
representativa que enumera cabeza por cabeza e inscribe sus trayectos, de
manera que apunta el traslado de cada encarcelado. Para Stephany Chacón, una
venezolana de 19 años, estudiante de mecánica dental en el Instituto Tecnident
de Cúcuta, no fue una vivencia grata, pues en este tramo aún perdura el recuerdo
incesante de familias enteras deportadas.
Es
imposible olvidar aquellas lágrimas derramadas por ancianas frágiles que tuvo
lugar a partir del 19 de agosto del 2015, eran cientos de personas con
vestimenta deteriorada, un poco sucia, y de mirada desorientada. También existe
el recuerdo de un perro sin raza llamativa que acompañaba a todo un grupo
familiar, no se separaba de ellos, a la espera de su propia deportación, retenido
con una soga delgada que ataba su cuello. El hecho golpeaba fuerte a la vista
de todos, los sentimientos se desvanecían al no poder ayudar ni siquiera en lo
más mínimo, la indignación era tan propia por ser hermanos colombianos, y más
que esto, seres humanos.
Reunidos en la plaza la confraternidad
ubicada al extremo venezolano del puente internacional Simón Bolívar, la espera
se alarga veinte minutos más, lo que es casi una hora perdida en este protocolo
diario, que tiene por finalidad dejar a la gente aglomerarse hasta formar un grupo
considerable. En él asignan a un guardia para escoltarlos de forma ordenada y
en línea recta, de nuevo como prisioneros. Este hombre equilibra sus pasos al
trote de los demás, e intenta vigilar las acciones que realizan porque conoce
de las cámaras instaladas por lo alto de los postes de luz, las cuales
supervisan y monitorean el área desde Caracas. Mientras, la multitud es regida uno
tras otro sin permiso de poner ni un pie en el asfalto de la calle, por alguna
razón que sólo los uniformados entienden.
A medida que avanzan todos por el puente, aprecian
el viento fresco que sopla desde el río y se confunde con el estrés reciente que
contractura la espalda. La amargura y el odio son sembrados en cada estudiante
desde el inicio de la mañana, sin embargo, aquí ocurre un cambio drástico de
ambiente. La sensación de entrar a un país que a pesar de sus complicaciones
con grupos armados, se siente un lugar de paz, donde los derechos humanos y la
libertad en general tienen más valor e importancia.
En el punto que divide al puente como dos
fronteras recaen un mundo de reflexiones, continuar una carrera universitaria,
mantener un promedio académico alto, tener tiempo de elaborar trabajos,
realizar salidas de campo, moverse con elementos y materiales de estudio que
pesan como piedras, procurar gastar solo el dinero del pasaje, entre otras
situaciones, son las que traspasan por la mente y generan un único pensamiento,
el de seguir adelante en contra de las adversidades, porque todo esfuerzo tiene
sus frutos.
Comentarios
Publicar un comentario